Citius, altius, fortius

Me empecé a interesar por el deporte a la misma edad que dejé de leer ciencia ficción. Por aquellas fechas tenía dos grandes mejores amigos: el físicamente mermado hasta la lástima que poseía una extensa colección numismática y la “Cosmonáutica. A-Z. Enciclopedia Soviética”; y el ex jugador de hockey sobre ruedas, prospecto de ciclista concienzudo, modelo atlético de las compañeras preadolescentes y guardián infranqueable de la falta de sentido del humor.
Teníamos trece años; decidí dejar de leer aquellos libros que nos hacía parecer lo que en realidad éramos -eso que actualmente llaman friqui- e intenté mis primeros acercamientos al deporte en un colchón de serrín donde algunos compañeros se entrenaban dos horas diarias sin ningún propósito aparte de saber cómo hacer una técnica de inmovilización para utilizar en el momento que alguien los importunara en demasía. Fui receptor del equipo de béisbol del instituto, lateral derecho del equipo de fútbol de la facultad y miembro del equipo de judo universitario. Y como siempre le sucede a quienes no llevan el asunto en la sangre, tienen tendencia a la obesidad, al alcoholismo o a la pereza, terminé mi carrera deportiva viendo las Olimpiadas por la televisión y quedando algún que otro domingo –cada vez más espaciados- para disputar un partido de algún deporte de equipo tranquilo y sin exigencias.

Me gusta el deporte, así, en general y sin exaltación. Sin embargo, comprendo a quienes no lo soportan, a quienes creen que es un sinsentido, una tomadura de pelo, un insulto a la inteligencia. El deporte, los deportes, son eso y mucho más. Valga el argumento repetido hasta la saciedad: ¿cómo puede resultar interesante un juego, por ejemplo, donde 22 personas adultas se organizan con cierta coherencia y destreza para pasar la pelota por un “arco” rectangular? O: ¿cómo se le pueden pagar  90 millones de dólares a Tiger Woods, 61 a Roger Federer o 60 a Floyd Mayweather Jr. por jugar, o sea, por llevar a cabo la representación de otra cosa, otra cosa más bien imprecisa, oculta y hasta, quizás, indecorosa?

Las sociedades se han encargado de sobrevalorar el deporte, sacarlo de lo que debería encarnar, convertirlo en otro asunto que es en lo que se suelen convertir estas cuestiones cuando en cada hoyo, set o knockout  están en juegos muchos más intereses y millones de dólares de los que se puedan contar en una tarde.

En las Olimpiadas de Atlanta de 1996 un boxeador de Tonga nombrado Paea Wolfgramm consiguió la medalla de plata en la categoría de superpesados; el rey del país, en agradecimiento, le regaló una de las 169 islas que le pertenecen por encumbrar el nombre de su tierra. Los gobiernos totalitarios echan mano a los éxitos deportivos para enardecer el espíritu patriótico y nacionalista de los pueblos; recuérdense los juegos olímpicos de la Alemania Nazi, el mundial de fútbol de Argentina de 1978 o los triunfos de la Unión Soviética, Alemania Oriental o Cuba, cuyos gobernantes se encargaron siempre de equiparar a los éxitos del socialismo.

La sobrevaloración de los deportes conlleva a la de los deportistas, a su encumbramiento en figuras públicas, a que sean citados como ejemplos para los niños y en general para la sociedad. Un buen deportista es un ídolo, una marca, un símbolo, un semidiós. Y todo ello induce a que represente para ellos una gozosa carga y la exigencia de seguir siendo todas esas cosas; y un puntito más a su hazaña, una milésima de segundo menos a su record. Por eso, cuando no pueden o cuando se dan cuentan de que todo terminará en breve, echan manos a las trampas, los artificios y entre ellos el más recurrido: dopaje

El dopaje ayuda a hacer realidad el lema de olimpismo “más rápido, más alto, más fuerte”. Cada vez más rápido, cada vez más alto, cada vez más fuerte. La mera pretensión de no encontrar jamás una barrera biológica o física que ponga freno al motto de Pierre de Coubertin es una justificación ambigua para los Ben Johnson, los Justin Gatlin, los José Canseco o las Marta Domínguez.

Por qué es como es (y no de otras miles de maneras posibles)



Porque es bisnieto de Pancho el burro, isleño afamado en su zona por bruto, tacaño y mala persona, que salió por primera vez de su exilio en los alrededores de Sumidero para ir a ver a su nieto preferido que parecía que se moría y una semana después quien se murió fue él.

Porque vio a su bisabuela perdida en la ceguera y el desconcierto el día que escuchó su voz grabada por un aparato junto a a un río que meses después se llevaría su paraíso y su decencia.

Porque es nieto de un hombre sin padre que tocaba las maracas en un combito desavenido y hacía de barbero a domicilio; que andaba en una yegua flaca y enana haciendo kilómetros para encontrar un  pelaje demasiado crecido y, mientras tanto, sus hijos festejaban cuando en la mesa servían sopa y boniatos hervidos.

Porque su padre mató perros, limpió cloacas, levantó paredes, casas, edificios, industrias. Porque su madre le enseñaba a los niños las efemérides del día en la pizarra: un día como hoy... 
Porque se fue de casa con doce años a hacerse mayor demasiado pronto y con muy poco entrenamiento en el asunto; esa cuestión de la supervivencia...

Porque le dio por leer y ha sido la acción a la que más tiempo he dedicado en su vida y con la que más ha disfrutado.

Porque tuvo amigos que hubiesen dado la vida por él -y créanme que no exagero-, porque tuvo amigos que le salvaron la vida, porque tuvo amigos a quienes se las salvó.

Porque sueña cosas que no puede ni quiere contar.

Porque ha sabido lo que es que le partan la cara a puñetazos, porque sabe lo que es partirle la cara a alguien.
Porque ha aprendido de lo que es capaz la gente en ciertos momentos de su vida.
Porque ha aprendido a no subestimar ni sobrestimar a nadie, en ningún aspecto.

Porque ha visto cosas.

Porque sabe de lo que es capaz y se entrenó para no rebasar ciertos límites de sus iras.

Porque, sencillamente, sabe de lo que es capaz.

Porque ha llegado entender ciertos mecanismos humanos que quisiera no haber llegado nunca a comprender.

Porque no sabe quién es, ni de dónde viene ni adónde va.

Porque no le quedan razones ni certezas.

Cosas así...

La noticia detrás de la anécdota

Ocurre a veces que nos topamos con información que nos parece sorprendente. Algo inusual, capaz de hacernos felices o infelices por un rato -suele ser el lapso que duran ambas emociones, después regresamos a la infecta cotidianeidad. La nueva era que parece haber comenzado con el siglo está revirtiendo muchos órdenes, sociales, políticos y, fundamentalmente, mentales. Las cosas ya no son como solían ser y cada día nos demuestra el triunfo de la idea, de la creatividad que roza en ocasiones la inverosimilitud.
Me ha llegado un enlace al siguiente video:



Uno lo ve y piensa que es algo hermoso, ¿no? Nos ayuda esa cancioncilla de fondo repitiendo: I want to change the world.  Le entran a uno ganas de buscar a Lucas y, cuando menos, darle un abrazo, decirle tío que idea más buena has tenido, la pasta que te debes haber gastado, y la calidad del video, es perfecto, anda que te invito a unas cañas. Es lo menos que se puede hacer.

Sin embargo, tengo la mala costumbre de hurgar detrás de las anécdotas, como ese niño que no para de rascarse  la herida aunque los padres le hayan pedido cientos de veces que no se toque, así no te va a sanar nunca. Y aunque sepa que por norma general ese hurgar va a conducir únicamente a decepciones, insisto en ello, como si necesitara decepcionarme, avalar siempre esa parte doliente que acompaña a casi todas las cosas.

Pues bien, hurgo: el video anterior es apenas un campaña publicitaria de Atrapalo.com, una empresa dedicada a la venta de entradas para espectáculos, cine, teatro, entre otros servicios. Lo relata un creativo de la empresa de publicidad: "Lucas es un brasileño que vivía en Barcelona. Para despedirse, tuvo una maravillosa idea: soltar media docena de globos con entradas para una obra de teatro, agradeciendo así los buenos momentos que pasó en la ciudad. Era una idea perfecta para Atrapalo.com, uno de nuestros clientes. Así que le propusimos rodar el vídeo y facilitarle cientos de globos para que pudiera despedirse a lo grande de toda la ciudad. Por primera vez, trabajamos una idea que no era nuestra, sino de Lucas, que es quien la firma. Y Atrapalo.com invirtió en un proyecto que no era suyo, sino de Lucas, que es quien lo firma... Algunos usuarios comentan que no saben si es publicidad; unos pocos dicen que si esto es publicidad, ya no les gusta –tal vez sea muestra del odio que el marketing ha despertado en ellos durante tantos años de mal comportamiento-; y la mayoría, afortunadamente, admite que sea o no publicidad, les encanta."

Padres e hijos



Estaba tendido junto a su hijo, le acariciaba la cabeza suavemente mientras canturreaba un lullaby celta.  Desde que era un bebé le tarareaba aquella musiquilla inquietante y melancólica cuando lo hacía dormir. El hombre rondaba ya los 40 años, el niño apenas los seis.

Dejó de cantar, dejó de acariciarle la cabeza y descansó la palma de su mano en la frente del niño. Por un instante creyó que habría una manera, una posibilidad, una certeza. Cerró los ojos y lo pidió: algo así como que allí y entonces pudieran substituirse uno al otro  -quizás sea justo decir que la solicitud era menos comprensible que todo esto-, se le otorgaran a él las trabas que rondaban en la cabeza de su hijo, que lo liberaran de una vez, que los liberaran.

No ocurrió nada.



Mi padre murió anoche. Mi padre murió hace un año y medio.  Anoche soñé que mi padre moría.

Todo era triste, claro. Había un funeral, unas flores a mi nombre, lágrimas y todas esas cosas que se esperan de un funeral. Estaban mi madre, mi abuela, mi hermano, tíos, primos, amigos; estaban todos.

Estaba aquel negro viejo que me dejó coger un volante por primera vez en mi vida, cuando tenía siete años; estaba el viejo ciego a quien construimos una casucha de madera, un domingo; estaba mi bisabuela con los ojos perdidos en un río desbordado; hubo una fiesta de fin de año, un puerco asado, un tanque de cervezas frías; estaban sus chancletas debajo de la cama, las botas con cemento en el patio, un pedazo de su rótula en el cajón de la cama junto a una kufiyya y catorce dinares; estaba aquella tarde de otoño, aquel bar de Madrid, cuando deseé que estuviera a mi lado.

Estaban todos.



Le miró a los ojos y quiso poder estar dentro, entender aquel mundo regido fundamentalmente por la soledad.

No era la soledad ésa de estar solo, de que fuera una hora cualquiera, una hora precisa y grave, y tuviera la certeza de que no existía nadie ni nada más y quisiera acompañar aquella pregunta esperanzada y semicoral de Pink Floyd: Is there anybody out there?

No, era apenas la soledad de no adivinar de que iba todo aquello, cuál era la ingeniosidad en; la soledad de no saber compartir el gesto ni la alegría ajenos. La de un mundo demasiado complejo (quiero decir simple y directo) dentro de un universo de sutilezas e intenciones arrevesadas.

Creyó que si lo conseguía, si lograba entrar, se toparía con una paz tan drástica y elemental, que subsistiría por siempre desarmado y cómplice.

Basado en hechos reales: Florence Cassez

Durante los últimos meses he estado siguiendo la historia de Florence Cassez, una ciudadana francesa condenada en México a 60 años de prisión por cuatro secuestros, posesión de armas y delincuencia organizada. Para quienes no estén al tanto, el diario mexicano El Economista ofrece aquí un resumen que nos puede guiar a través de los acontecimientos.

La historia de Florence es rocambolesca, como suele ocurrir en estos casos, y ha llegado a convertirse en causa de desavenencias diplomáticas entre México y Francia. El presidente Nicolas Sarkozy pretende la extradición de su compatriota para que pueda cumplir la condena en Francia y ha dicho que "en cada reunión o en cada acto en el que participe un miembro del Estado francés, éste dedicará su intervención a recordar el problema de Cassez". Por su parte, el gobierno mexicano ha anunciado en la web de la Secretaría de Relaciones Exteriores que “a la luz de las declaraciones del Presidente Nicolas Sarkozy, el Gobierno de México considera que no existen las condiciones para que el Año de México en Francia se lleve a cabo de manera apropiada y que cumpla con el propósito para el cual fue concebido”.



Ésta es la noticia. Sin embargo, hay un detalle que me ha estremecido, no sé si de la risa o la conmiseración. Es lo referente a la operación policial mediante la que se apresó a Florence Cassez, a su novio Israel Vallarta y a otros miembros de la banda conocida como Los Zodiaco: el 9 de diciembre de 2005 varias cadenas de televisión mexicanas mostraban una espectacular operación de la policía de élite mexicana que lograba sorprender a los delincuentes y liberar a tres secuestrados. La noticia, como es natural, recorrió telediarios y periódicos y se pudo mostrar sin tapujos, con una detallada muestra de videos, fotografías y declaraciones oficiales.  “De último minuto, un duro golpe contra la industria del secuestro se está dando en estos momentos y es que la AFI trabajó durante semanas,  y esta madrugada lo que está haciendo es liberar a personas secuestradas…”, decía en Primero Noticias el reportero de Televisa, Pablo Reinah, aquella mañana, “estamos viendo cómo están entrando en estos instantes los agentes”.

Pues bien, días más tarde Vallarta y Cassez denunciaron que todo había sido un montaje para la televisión, un reality show. Las empresas e instituciones implicadas lo reconocieron: la operación se había realizado realmente el día anterior y lo que fue presentado a la opinión pública  "en directo" era apenas la recreación dramatizada por la policía, los secuestradores, las víctimas y los medios de comunicación. Sí, como una de esas películas que al incio pone "basada en hechos reales" y de las que siempre, siempre, se suele sospechar.

No sé si Florence Cassez es culpable o no de los delitos que se le imputan, pero si yo fuera Sarkozy tampoco me fiaría.

11-S (Renunciar al horror)

Sí, sí. Yo, como casi todos, recuerdo lo que hacía el 11 de septiembre de 2001.

Estaba borracho. Un borrachera que duraba ya entre siete y diez días, justificada -excusa más bien- por la despedida de mi amigo A.. Cuando nos avisaron de que algo gordo estaba ocurriendo en Manhattam estaba yo en medio del atraco de su biblioteca y estuvimos mirando la transmisión de los sucesos en la recepción de un hotel porque los canales cubanos no habían comenzado aún a tratar el tema.

Lo sabido: incredulidad, horror, más incredulidad, más horror, ese horror en vivo y déspota que te obliga a seguir mirando a la pantalla.

Sin embargo, lo que más recuerdo de ese día es la imagen de A., de vuelta a su casa, después de aventurar consultas en el aeropuerto sobre su viaje -fuga detalladamente planificada, como si se tratase de escapar de una prisión o exactamente porque lo era- que debía ocurrir al día siguiente. El alcohol y la zozobra fueron embotando poco a poco la peculiar vivacidad de A. hasta que se quedó suavemente dormido frente a la tele, frente al fuego, el desplome y los cuerpos que caían de las torres como granos de un recipiente rebasado.


The Sphere, del alemán Fritz Koeniges, escultura de veinticinco metros compuesta por cincuenta y dos segmentos de bronce que sobrevivieron bajo los escombros del Word Trade Canter, se exhibe en Battery Park.
Con el paso de los años, siendo descreido de teorías conspiratorias que podrían aportar un poco de interés al asunto, los once de septiembre se han ido convirtiendo en una monótona repetición  de imagenes, relatos, análisis, homenajes: ¿qué hacía usted? ¿qué cambió en el mundo? ¿cómo se puede luchar contra...?

Y resulta que me ocurre lo que a A. aquel día y me voy quedando suavemente dormido ante el horror repetidísimo y por tanto menos horroroso. La evidente intención de los medios de hacernos revivir el dolor logra, al menos en mi caso, una renuncia evidente.

Un apretado bosque de amapolas

Cuenta Gabriel García Márquez en la celebérrima novela "Cien años de soledad": "Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. (…) En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un apretado bosque de flores."

He recordado este fragmento de la novela mientras leía una noticia de EFE: "Un sumergible con una capacidad de carga de ocho toneladas de cocaína y una autonomía de navegación de Colombia hasta México fue hallado en la selva suroccidental colombiana.
El submarino, que estaba listo para realizar su primer viaje, fue descubierto el domingo en la zona rural de Timbiquí, localidad del departamento del Cauca (suroeste), informó el jefe del Comando Conjunto Pacífico Número Dos del Ejército, general Jaime Herazo, en la misma zona del hallazgo."

No es la primera vez que se encuentra algo así, ya en julio de 2010, en la selva ecuatoriana, el ejército había tropezado con un submarino de 33 metros de largo, "operativo para viajes transoceánicos".

La similitud de estas situaciones con la narrada en la novela de García Márquez es elementalmente deliciosa. Cosas de eso que llaman lo real-maravilloso.

Apenas una apreciación última: dicho está que las embarcaciones encontradas servían a los propósitos de grupos de narcotraficantes; sorprendente entonces es que el galeón encontrado  y "explorado con un fervor sigiloso" por José Arcadio Buendía y sus hombres sólo se encontró "un apretado bosque de flores".

No se sorprenda usted si a algún fiscal le da por investigar al escritor como autor intelectual de estas estrategias del tráfico de drogas; tampoco si algún sesudo investigador descubriera que lo que bebía el cura Nicanor para poder levitar unos doce centímetros no era precisamente chocolate -al menos no el chocolate en el que siempre habíamos pensado.

Piazzolla; North Sea Jazz Festival 1985


Cuentan que en 1953, a la salida de la presentación de la obra de Astor Piazzolla "Buenos Aires (Tres movimientos sinfónicos)", las reacciones fueron tan opuestas y primarias –el hecho más discutido fue la idea del músico de agregar dos bandoneones a la Orquesta Sinfónica de Radio del Estado- que las discusiones llegaron a la agresión física. Comenzaba su tarea de hacer tango sin hacer tango; pasar de ser considerado una especie de payaso que hacía experimentos vacíos a ser venerado como uno de los maestros del tango –de la música en general-, sino el maestro.

En 1955, de regreso de uno de sus viajes a París, creó el Octeto Buenos Aires: dos bandoneones, dos violines, contrabajo, cello, piano y guitarra eléctrica. De este proyecto, que después diera paso al Quinteto Tango Nuevo, surgen los sonidos que conllevarían la ruptura con el tango tradicional, la ruptura del tango tradicional con Piazzolla. Los porteños, habituados al tango arrabalero soportaban poco las excursiones fuera de los acordes básicos y esenciales. La música de Piazzolla no era tango, se decía por entonces, estaba más cerca de Jelly Roll Morton y hasta de Mozart o de Bach.

Años más tarde Piazzolla diría: "El tango ya no existe. Existió hace muchos años atrás, hasta el 55, cuando Buenos Aires era una ciudad en que se vestía el tango, se caminaba el tango, se respiraba un perfume de tango en el aire. Pero hoy no. Hoy se respira más perfume de rock o de punk. El tango de ahora es sólo una imitación nostálgica y aburrida de aquella época."

A Piazzolla, además de su propio genio, del disfrute momentáneo y cotidiano, se le debe haber ayudado a que se mantuviera el tango cuando ya éste se dejaba de bailar; a que transcurriera de las salas de baile a las de concierto; un paso natural, similar, por ejemplo a lo que había ocurrido  con el jazz.

Algunos temas de Piazzolla son como puñaladas dadas a la noche. Otros insisten en llevarnos hacia la alegría moderada, no a la fiesta sino al fin de ella, cuando ya quedan pocos invitados y se comienzan a percibir los olores de los que se han marchado.

Escuchen este disco -especialmente la versión que aquí aparece de su clásico Adios Nonino-, una de sus últimas grabaciones, en el North Sea Jazz Festival de 1985, apenas siete años antes de su muerte.


La posibilidad del milagro

Hace unos días publiqué la traducción de una entrevista de Cormac McCarthy. En cierta parte de la entrevista McCarthy dice: “En los últimos años sólo he tenido deseos de trabajar y de estar con mi hijo. Oigo que la gente se va de vacaciones y pienso: ¿de vacaciones? No tengo ningún deseo de viajar. Mi día perfecto es cuando me puedo sentar en una habitación con unas cuartillas en blanco… Todo lo demás es una pérdida de tiempo.” Y dice además: “Cualquier cosa que no ocupa años de tu vida ni te lleva a pensar en el suicidio no es algo que merezca la pena hacer.”
Traduje estas frases -que a quienes puedan aconsejo leer en inglés, nunca me fiaría de una traducción mía-, y me preguntaba cómo era posible que ciertos sentimientos pudieran reproducirse de manera tan exacta en dos personas con ningún punto de unión geográfico, cultural ni social, cómo se podía explicar que un hombre con todo el talento, la experiencia y la genialidad de McCarthy sirviera de voz pausada a lo que un tipo de 40 años, taciturno y mediocre, pensaba en aquel mismo momento o quince minutos atrás, que viene a ser lo mismo. Ahora que sé cómo se dice, me anoto a la frase: en el último año sólo he tenido deseos de escribir y de estar con mis hijos. Mi día perfecto es cuando puedo sentarme en una habitación con unas cuartillas en blanco; y, cualquier cosa que no ocupa años de tu vida, que no te hace sufrir, maldecir, llorar, patear, escupir al espejo donde se ve tu imagen, que no te lleve incluso a pensar en el suicidio, no es algo que merezca la pena.

No vale la pena. Lo otro es engañarse e intentar engañar a los demás, cosa que no siempre se consigue y que termina resultando demasiado escabroso, y malgastando demasiado tiempo y demasiadas  fuerzas. Todo lo que no sea ser consecuente con uno mismo es un descalabro personal. Aún cuando uno mire dentro y se dé cuenta de la cantidad de mierda que hay allí. Hay que ser consecuente, fundamentalmente con la mierda.
Hoy, después de casi nueve años en el exilio, conservo los mismos amigos que tenía cuando salí de Cuba. Les sigo siendo fiel, a mi manera, casi en la intimidad. Les perdono todo y espero reciprocidad. A la breve lista no he añadido siquiera uno, lo que hace de mí un antisocial inadaptado que raya la patología. Si yo fuera otro, me aconsejaría ir al psicólogo.
Casi nueve años que ando con este cartelito de emigrante. He andado calles de España, he visto cadáveres en Córdoba, cadáveres en Alicante, en Barcelona y muchos en Madrid. Esta tierra es un cementerio de escritores cubanos. Andamos  por ahí mostrando glorias pasadas, glorias por venir, firmando artículos, blogs, algunos hasta han podido festejar su nombre impreso. Hay muertos disidentes, muertos traductores, muertos que bailan salsa, muertos que buscan un amante en Sitges, muertos empresarios, muertos de campo y muertos de ciudad, muertos borrachos, muertos buenistas, muertos calculadores, muertos que se convierten al islam o al judaísmo, muertos que han descubierto la pornografía gratuita en internet, muertos que quieren aparentar que están vivos, muertos que logran incluso mezclarse con los vivos y pasar el día con ellos y reírse con ellos y creer incluso que se entienden con ellos. Amigos, lamento decirlo: estamos todos muertos, somos una inmensa banda de cadáveres pululando por tierras peninsulares y esperando un milagro.
Y si  cabe la posibilidad del milagro, no se llama Alfaguara ni Planeta ni Anagrama, no está en las revistuchas o los blogs en los que nos afanamos vanamente –una revista es sólo una justificación para lograr subvenciones; un blog es la manera de recordarnos que existimos, el único blog excusable es el de la anciana que publica sus recetas de cocina, el resto son una prueba de la rendición. El único milagro posible es quitarnos la chaqueta, remangarnos la camisa, encerrarnos en una habitación con un buen montón de cuartillas y escribir.

Un cartel de Humphrey Bogart

En el año 1999, el servicio postal de los Estados Unidos contrató a un artista para copiar la foto de Jackson Pollock tomada por Martha Holmes. La foto fue hecha en el estudio del pintor para una portada de la revista Life y mostraba a Pollock con uno de sus lienzos... y fumando. Por orden expresa de quienes pagaban, despareció el cigarrilo del sello conmemorativo.

En 1994 el propio servicio postal de los Estados Unidos había borrado otro cigarrillo en otro sello que tomaba como referencia una foto. Se trataba de la imagen del guitarrista Robert Johnson. Y este es uno de esos casos donde la eliminación de un detalle rompe la esencia de una imagen, ya que quitar el pitillo de la boca de Johnson es como borrar la guitarra que asoma, sin dudas muestras ambas imprescindibles de su personalidad.

Y hablando de rasgos distintivos: “Bebo mucho, duermo poco y fumo puro tras puro. Debido a eso es que estoy absolutamente en forma”, dijo Churchill. Hay pocos personajes cérebres tan asociados al hábito de fumar. Pues bien, el fotógrafo Yousef Karsh literalmente borró el puro de la boca de Churchill en una de las fotos que se muestran en el museo The Winston Churchill’s Britain at War Experience (la página enlazada, advierto, es auditivamente insoportable). La imagen podada del viejo Wiston parace estar pensando; ¿dónde coño habrán puesto mi habano?.

A lo largo del día una persona puede enfrentarse a un par de decenas de asesinatos, otras tantas peleas, un par de violaciones, algún suicidio y a miles de atropellos morales. Basta con poner la televisión, conectarse a internet o ir al cine. Si uno toma ciertos medios de transporte -por ejemplo, el tren de cercanías de Barcelona a Sabadell-, un sábado por la noche, verá manadas de adolescentes fumando hachís; esos mismos adolescentes -en nuestro ejemplo se dirigen a la Zona Hermética de Sabadell-, se atiborrarán de alcohol, pastillas y otros químicos; terminarán preguntándose que habrán estado haciendo las últimas dos horas, exhaustos, desmayados, con una intoxicación etílica o una sobredosis, entre otros daños, algunos de ellos irreparables.

Quiero decir: esos adolescentes –muchos de ellos ostentan el salvoconducto “menor de edad”- podrían darnos algún que otro cursillo acelerado de vicios y otras depravaciones. Sin embargo, por ellos, dicen, se confeccionan reglamentos prohibitivos, se manipula la historia y su importancia sin ningún atisbo de vergüenza.

En los últimos años hemos entrado en el esplendor de la Época de la Corrección Oficial. Y mientras se trazan programas, se adoptan medidas, se planifican reuniones para sentar las bases de..., el mundo va en otra dirección a la oficialidad y, por tanto, opuesto al buenismo histérico que defendemos como sociedad decadente. 

Hace tres o cuatro años le envié a mi madre que vive en Cuba un póster de Humphrey Bogart.
Mi madre ha visto “El motín del Caine”, “La reina africana” y “Casablanca” más veces de las que yo me haya podido leer el primer párrafo de la novela en la que estoy trabajando -y les aseguro que eso es una cantidad avergonzatemente elevada.

Era un cartel barato, encontrado en uno de esos dispositivos característicos para carteles de cines -o similares- que se encuentran en los  centros comerciales. Para enviarlo sin que ocupara demasiado espacio en el equipaje del amigo que me hacía el favor, lo doblé hasta el tamaño de un libro de bolsillo y lo guardé en el mismo paquete donde irían productos más bastos y de mayor utilidad. Era apenas un guiño, una manera de decirle que me acordaba de cosas.

Creí que el cartel habría terminado en algún cajón de armario, ese tipo de objetos que uno olvida y cuando un día topa con ellos sin querer, les profesa cierta adoración enternecedora y pasajera. Sin embargo, hace poco me enteré que mi madre había encontrado algunos trucos caseros para recuperarlo -trucos que incluían agua oxigenada y una plancha a temperatura media-, lo había hecho enmarcar y lo había colgado en el salón de la casa. Sí, me han dicho que allí sigue Bogart y el humo de sus cigarrillos.

Y es que mi madre no se ha enterado aún que Humphrey ya no es quien solía ser.

fuente de la imágenes: iconicphotos