Entrevista a Vladimir Nabokov

Traducido por The Galimatías 
Tomado de The Paris Review (Summer-Fall 1967 No. 41).


Por Herbert Gold

Herbert Gold (H.G.): Buenos días. Pretendo hacerle cuarenta y tantas preguntas.

Vladimir Nabokov (V.N.): Buenos días. Estoy listo.

H.G.: Su sentido de la inmoralidad en la relación entre Humbert Humbert y Lolita es muy fuerte. En Hollywood y Nueva York, sin embargo, son frecuentes las relaciones entre hombres de cuarenta con chicas ligeramente mayores que Lolita. Se casan sin que se vea como un agravio público; más bien se ve con cierto agrado.

V.N.: No, no es mi sentido de la inmoralidad en la relación entre Humbert Humbert y Lolita; es el de Humbert Humbert. A él le importa, no a mí. Me importa muy poco la moral pública, en Estados Unidos o en cualquier otra parte. De cualquier modo, esos casos de cuarentañeros que  se casan con adolescentes que rondan los veinte, no tienen nada en común con Lolita. A Humbert Humbert le gustaban las niñas, no simplemente las jovencitas. Las ninfetas son jovencitas-niñas, no son jóvenes estrellas ni “gatitas sexuales”. Lolita tenía doce años, no dieciocho, cuando Humbert Humbert la conoció. Quizás recuerde que para la época en que tiene catorce, se refiere a ella como su “amante avejentada”.

H.G.: El crítico Pryce-Jone ha dicho sobre usted “sus sentimientos no se parecen a los de nadie más”. ¿Lo considera acertado? ¿O quiere decir que usted conoce sus propios sentimientos mejor que los demás conocen los suyos? ¿O quiere decir que se ha descubierto a sí mismo en otros niveles? ¿O simplemente que su historia es única?

V.N.: No recuerdo este artículo, pero si un crítico hace una declaración semejante, debe haber explorado, cuando menos, los sentimientos de millones de personas, de tres países como mínimo, antes de llegar a esta conclusión. Si es así, soy realmente un tipo pájaro raro. Por otro lado, si se limitó sólo a hacer la encuesta entre los miembros de su familia o de su club, su aseveración no se puede discutir seriamente.

H.G.: Otro crítico ha escrito que sus “mundos son estáticos. Pueden alcanzar cierta tensión por las obsesiones, pero no se desarman como los mundos de la realidad cotidiana”. ¿Está usted de acuerdo? ¿Existe una cualidad estática en su visión de las cosas?

V.N.: ¿La “realidad” de quién? ¿”Cotidiana” dónde? Permítame sugerir que el término de “realidad cotidiana” es profundamente estático ya que da por supuesto una situación que puede observarse de modo permanente, esencialmente objetiva y universalmente conocida. Sospecho que se ha inventado a ese experto en “realidad cotidiana”. Tampoco existe.

H.G.: Claro que existe. Un tercer crítico dijo que usted “disminuye” sus personajes “hasta el punto en el que se vuelven códigos de una farsa cósmica”. Yo estoy en desacuerdo. Humbert es cómico y 
por tanto guarda una cualidad conmovedora e insistente, esa del artista malogrado.

V.N.: Lo diría de otro modo: Humbert Humbert es un desgraciado presumido y cruel que se las arregla para parecer enternecedor. Ese apelativo, en su sentido más drástico, sólo puede ser aplicado a mi pobre muchachita. Además, ¿cómo podría yo “disminuir” a nivel de códigos, etc., a personajes que yo mismo creé? Uno puede “disminuir” una biografía, pero no a un fantasma.

H.G.: E.M. Forster dice que a veces sus personajes más importantes toman el mando y deciden el desarrollo de sus novelas. ¿En algún momento esto ha representado un problema o se siente completamente al mando?

V.N.: Mi conocimiento de la obra del señor Forster se limita a una novela que no me gusta. De todos modos, no fue él quien creó este pequeño y poco serio tópico de personajes que se le escapan a uno de las manos. Es tan antiguo como el uso de plumas de ave para escribir. Uno llega a compadecer a esa gente suya que se intenta escapar de una excursión a India o adónde sea que los lleve. Mis personajes son esclavos de galera.

H.G.: Clarence Brown, de la Universidad de Princeton ha señalado semejanzas sorprendentes en su obra. Se refiere a usted como “extremadamente redundante” y que en esencia dice siempre lo mismo de modos diversos. Habla del destino como “la musa de Nabokov”. ¿Ha tenido alguna vez la certeza de estarse repitiendo? ¿O, para ponerlo de otra manera, se esfuerza por lograr una unidad deliberada en el conjunto de sus libros?

V.N.: No creo haber leído el ensayo de Clarence Brown, pero tal vez haya algo allí. Algunos escritores poco originales parecen polifacéticos porque imitan a muchos, del pasado y del presente. La originalidad artística no tiene más que un solo modelo: uno mismo.
H.G.: ¿Piensa usted que la crítica literaria tiene un fin determinado, ya sea de manera general o específicamente cuando trata sus libros? ¿Llega en algún momento a ser instructiva?

V.N.: El propósito de un crítico es decir algo sobre un libro que puede haber leído o no. La crítica puede ser instructiva en el sentido que proporciona a los lectores, incluyendo al autor del libro, información de la inteligencia del crítico, de su honestidad o de ambas.

H.G.: ¿Y sobre la función de los editores? ¿En algún caso le han podido dar un buen consejo literario?

V.N.: Cuando dice editor supongo que se refiera a los correctores de prueba. Entre éstos he conocido a criaturas transparentes de una ternura y un tacto ilimitados que podían  discutirme un punto y coma como si fuera un asunto de honor -lo que, a decir verdad, es a menudo un tema artístico. Pero también me he enfrentado a algunos brutos paternalistas y pomposos que intentan “sugerir”, sugerencias que yo contrarresto con un ensordecedor  ¡quieto!

H.G.: ¿Es usted aficionado a los lepidópteros, al acecho de sus víctimas? Si es así, ¿no las espantan sus carcajadas?

V.N.: Al contrario, las arrullan y las dejan en un estado de esa seguridad aletargada que experimenta un insecto cuando imita una hoja muerta. Aunque de ninguna manera sea un lector constante de las reseñas sobre mi propio trabajo, suelo recordar un ensayo de una joven que trató de encontrar símbolos entomológicos en mi narrativa. El ensayo hubiera podido ser divertido si ella hubiera tenido alguna idea sobre los lepidópteros. Desgraciadamente, reveló su completa ignorancia y se embrolló con términos discordantes y absurdos.

H.G.: ¿Cómo definiría su desapego de la llamada emigración blanca?

V.N.: Bueno, desde la percepción histórica, soy parte de esa emigración blanca, ya que todos los rusos que dejaron el país en los primeros años de la tiranía bolchevique debido a su oposición a ella, fueron llamados y se les conoce como “rusos blancos”. Pero esos refugiados se separaron en numerosas fracciones sociales y facciones políticas, del mismo modo que ya lo estaba la nación antes del golpe bolchevique. No me mezclo con los Centenas Negras y no me mezclo con los llamados “bolchevizantes”, es decir los “rosas”. Por otro lado, tengo intelectuales amigos entre los Monarquistas Constitucionales y también entre los Revolucionarios Sociales. Mi padre era un liberal a la antigua y no me importa si me etiquetan también como un liberal a la antigua.

H.G.: ¿Cómo definiría su desapego de la Rusia actual?

V.N.: Con una profunda desconfianza de ese falso deshielo que se anuncia. Con una consciencia permanente de iniquidades. Con una completa indiferencia a todo lo que mueve al patriota soviético de hoy. Con la satisfacción de haber discernido desde 1918 la esencia filistea del leninismo. 

H.G.: ¿Qué consideración le merecen actualmente poetas como Blok, Mandelshtam y otros que escribían antes de su partida de Rusia?

V.N.: Los leí en mi juventud, hace más de medio siglo. Desde esa época, sigo apasionado por el lirismo de Blok. Sus obras largas son flojas y la famosa Los doce es espantosa, escrita  conscientemente en un falso tono primitivista, como si tuviera una estampita rosa de Jesucristo pegada al final. En cuanto a Mandelshtam, también me lo sabía de memoria, pero me daba menos placer. Actualmente, a través del prisma de un destino trágico, su poesía parece más grandiosa de lo que realmente es. Sé que algunos profesores de literatura todavía incluyen a estos poetas en los programas educacionales. No hay más que una sola escuela, la del talento.

H.G.: Sé que su obra ha sido leída y atacada en la Unión Soviética. ¿Qué pensaría usted de una edición soviética de su obra?

V.N.: Sería bienvenida. De hecho, Editions Victor acaba de sacar mi libro “Invitación a una decapitación”, una reimpresión del original ruso de 1935; y la editorial Phaedra de Nueva York publicará la traducción de Lolita al ruso. Estoy seguro que el gobierno soviético estará feliz de admitir oficialmente una novela que parece contener una profecía del régimen de Hitler y que condena encarnizadamente el sistema americano de los moteles.

H.G.: ¿Ha tenido algún contacto con ciudadanos soviéticos? ¿De qué tipo?

V.N.: No tengo con ellos prácticamente ningún contacto, aunque acepté una vez, a principio de los treinta o a finales de los veinte, recibir a un agente de la Rusia bolchevique que se dedicaba a tratar  que escritores y artistas emigrados volvieran al redil. Se llamaba Lebedev algo, había escrito una novela corta titulada "Chocolate" y pensé que podría divertirme un poco con él. Le pregunté si me permitirían escribir con total libertad y dejar Rusia si aquello no me gustaba. Me contestó que estaría tan ocupado queriéndola que no me quedaría tiempo para soñar en regresar al extranjero. Tendría toda la libertad, agregó, para escoger entre los numerosos temas que la Rusia soviética generosamente deja que use un escritor: las granjas, las fábricas, los bosques de Pakistán; montón de asuntos fascinantes. Le contesté que las granjas me aburrían y mi malvado seductor pronto renunció. Tuvo mejor suerte con el compositor Prokoviev.

H.G.: ¿Se considera norteamericano?

V.N.: Sí. Soy tan norteamericano como abril en Arizona. La flora, la fauna, el aire de los estados del oeste, esos son mis vínculos con la Rusia asiática y ártica. Por supuesto debo demasiado a la lengua y al paisaje ruso para estar emocionalmente involucrado en un plano espiritual con, digamos, la literatura regional norteamericana, las danzas indias, o el pastel de calabaza; pero sí siento un baño de calidez, de orgullo festivo cuando muestro mi pasaporte verde de los Estados Unidos en las fronteras europeas. Una crítica burda de los asuntos norteamericanos me ofende y me aflige. En política interior soy totalmente antirracista. En política exterior, definitivamente estoy del lado del Gobierno. Y cuando dudo, sigo siempre el método sencillo de escoger la línea de conducta que más disgustaría a los rojos y los Russells.

H.G.: ¿Hay alguna comunidad de la cual se siente parte?

V.N.: No. Puedo juntar mentalmente un gran número de individuos que me son simpáticos, pero formarían un grupo muy disparejo y discorde reunidos en la vida real. De lo contrario, podría decir que me siento bastante cómodo en compañía de intelectuales norteamericanos que se han leído mis libros.

H.G.: ¿Cuál es su opinión del mundo académico como entorno para un escritor? ¿Podría hablar específicamente de las ventajas o perjuicios de su etapa como profesor en Cornell?

V.N.: Una biblioteca estudiantil de primera rodeada de un cómodo campus es un entorno muy bueno para un escritor. Existe, por supuesto, el problema de educar a los jóvenes. Recuerdo un día, y esto no ocurrió en Cornell, en período de vacaciones, que un estudiante llevó un transistor a la sala de lectura. Se encargó de aclarar que uno, estaba escuchando música “clásica”; dos, el sonido estaba bajo; y tres, no había muchos lectores por allí en verano. Y allí estaba yo, multitud de un solo hombre.

H.G.: ¿Podría describir su relación con la comunidad literaria contemporánea? ¿Con Edmund Wilson, Mary McCarthy, los editores que publican sus artículos y libros?

V.N.: La única vez que colaboré con un escritor fue hace veinticinco años, cuando traduje con Edmund Wilson "Mozart y Salieri" de Pushkin, para el New Republic. Un recuerdo más bien paradójico ya que, después, el año pasado, se hizo el gracioso atreviéndose a cuestionar mi manera de entender "Eugene Onegin". En cambio, Mary McCarthy ha sido muy amable conmigo recientemente en algo que escribió en el propio New Republic, aunque creo que le agregó algo de su propio encanto al pudín de ciruela de Kinbote en Pale Fire. Prefiero no mencionar aquí mi relación con Girodias, pero ya he contestado en Evergreen su despreciable artículo en la antología Olympia. En cambio, estoy en perfecta sintonía con mis editores. Mi cálida amistad con Catherine White y Bill Maxwell del New Yorker es algo que el escritor más arrogante no puede evocar sin gratitud y deleite.

H.G.: ¿Podría decir algo acerca de sus hábitos de trabajo? ¿Establece algún plan previo? ¿Salta usted de una parte a otra o desarrolla la escritura de principio a fin?

V.N.: El patrón de las cosas precede a las cosas en sí. Relleno el crucigrama en cualquiera de los cuadros que se me ocurra elegir. Esos trozos los paso a fichas hasta que termino la novela. Mi plan es flexible, pero soy muy especial en lo concerniente a las herramientas: tarjetas Bristol rayadas y lápices con punta bien afilada y con goma.

H.G.: ¿Hay alguna faceta en particular del mundo que quisiera tratar? El tratamiento del pasado es habitual en su obra, incluso en una novela como Bend Sinister ("Barra siniestra") que se desarrolla en el futuro. ¿Es usted un “nostálgico”? ¿En qué tiempo preferiría vivir?

V.N.: En días venideros de aviones silenciosos y elegantes velocípedos aéreos, de cielos plateados sin nubes y un sistema universal de carreteras subterráneas acolchadas a las que no tendrían acceso los camiones. En cuanto al pasado, no me importaría recuperar algunas comodidades perdidas, por ejemplo, los pantalones bombachos, las largas y profundas bañeras.

H.G.: Ya sabe que no está obligado a contestar a todas mis preguntas estilo Kinbote.

V.N.: De ninguna manera empezaría a saltar las tramposas. Continuemos.

H.G.: Además de escribir novelas, ¿qué más le gusta -o le gustaría- hacer?

V.N.: Cazar y estudiar mariposas, por supuesto. Los placeres y las recompensas de la inspiración literaria no son nada comparados con el embeleso al descubrir un órgano nuevo bajo el microscopio, o una especie desconocida en la ladera de una montaña de Irán o de Perú. Es posible que si no hubiera ocurrido la revolución en Rusia, me habría dedicado completamente a la lepidopterología y no habría escrito ninguna novela.

H.G.: ¿Cómo se representa el Poshlust en la escritura contemporánea? ¿Se siente o se ha sentido tentado al pecado Poshlust?

V.N.: Poshlust o, en una mejor transliteración, Poshlost (término ruso de cuestionada traducción que en ocasiones ha sido definido como "mal menor o vulgaridad que se satisface así misma"), tiene muchos matices y evidentemente, si piensa usted que le puede preguntar a cualquiera si se ha sentido tentado por Poshlost, no los he descrito claramente en mi librito sobre Gogol. Estos son ejemplos obvios: basura cursi, clichés vulgares, filisteísmo en todas sus fases, imitación de imitaciones, falsa profundidad, seudoliteratura inacabada, deficiente y deshonesta. Ahora, si queremos restringirlo a la escritura contemporánea, debemos buscarlo en el simbolismo freudiano, en las mitologías recurrentes, comentarios sociales,  mensajes humanísticos, alegorías políticas, preocupaciones exageradas por temas como raza o clases sociales; y las generalidades periodísticas que todos conocemos. Poshlost despliega conceptos del tipo “Estados Unidos no está mejor que Rusia”, o “todos compartimos la culpa de Alemania”. Los frutos del Poshlost alcanzan su esplendor en frases y términos como: “el momento de la verdad”, “carisma”, “existencial” (empleado con toda seriedad), “diálogo” (como se usa en los encuentros políticas entre países), y “vocabulario” (aplicado a un embadurnador de cuartillas). Decir de carrerillas Auschwitz, Hiroshima y Vietnam es un Poshlost sedicioso. Pertenecer a un club muy selecto (que ostenta un nombre judío -el del tesorero-) es un Poshlost refinado. Las reseñas de revistuchas son con frecuencia Poshlost que merodean el ensayo pomposo. A través del Poshlost se le llama gran poeta al señor Vacío y gran novelista al señor Alarde. Uno de los lugares favoritos del Poshlost siempre han sido las exposiciones de arte; allí surge de la mano de supuestos escultores que trabajan con herramientas de demolición, construyen muñecos de acero inoxidable, estéreos zen, pájaros de polietileno, trouvés en letrinas, balas de cañón, pelotas en conserva. En las galerías podemos admirar las muestras estilo gabinetti de artistas llamados abstractos, surrealismo freudiano, manchas del test de Rorschach. La lista es larga y, por supuesto, cada uno tiene su bête noire, su mascota negra. La mía es ese anuncio de una línea de aviación: la azafata servicial le sirve un tentempié a una pareja joven -ella observa extasiada el canapé de pepino y él mira con deseos a la azafata. Y, evidentemente, "Muerte en Venecia". Dese cuenta el trecho entre uno y otro.

H.G.: ¿Lee a algún escritor contemporáneo con placer?

V.N. A muchos de ellos, pero prefiero no decir sus nombres. El placer anónimo no ofende a nadie.

H. G.: ¿Hay alguno que le disguste especialmente?

V.N.: No. Hay muchos autores reconocidos que simplemente no existen para mí. Sus nombres están grabados sobre tumbas vacías, sus libros son simples, insignificantes de acuerdo a mi gusto literario. Brecht, Faulkner, Camus –y muchos otros-, no significan absolutamente nada para mí y me veo obligado a atenuar sospechas de conspiración contra mi cerebro cuando veo que los críticos y colegas escritores aceptan como gran literatura las copulaciones de Lady Chatterley o las sandeces pretenciosas de Mr. Pound que en realidad son una impostura total. Noté que en algunos hogares, sustituyó al Dr. Schweitzer.

H.G.: Como admirador de Borges y Joyce parece compartir su placer en enredar al lector con trucos, juegos de palabras y rompecabezas. ¿Cómo considera que deba ser relación entre el lector y el autor?

V.N.: No recuerdo ningún juego de palabras en Borges, pero sólo leí traducciones. De todos modos, sus delicados cuentos cortos y sus minotauros en miniatura no tienen nada que ver con las grandes máquinas de Joyce. Tampoco encuentro muchos rompecabezas en su novela más lúcida, "Ulises". Por otro lado, detesto Punningans Wake (sic), donde el crecimiento canceroso de un fantasioso tejido verbal no exime la tremenda jovialidad del folklore y la fácil, demasiado fácil, alegoría.

H.G.: ¿Qué aprendió de Joyce?

V.N.: Nada. James Joyce no me ha influenciado lo más mínimo. Mi primer contacto con "Ulises" fue alrededor de 1920, en la Universidad de Cambridge; un amigo, Peter Mrozovski, había traído una copia de París y se le ocurrió leerme un par de pasajes picantes del monólogo de Molly, que, entre nous soit dit, es el capítulo más débil del libro. Solamente quince años después, cuando era ya un escritor formado, sin deseos de aprender o desaprender nada, leí "Ulises" y lo aprecié enormemente. Finnegans Wake me es indiferente como me pasa con cualquier literatura regional escrita en dialecto —aunque sea el dialecto de un genio.

H.G.: ¿No está escribiendo un libro sobre James Joyce?

V.N.: No sólo sobre él. Lo que trato de hacer es publicar varios ensayos de aproximadamente veinte páginas de extensión sobre varias obras —"Ulises", "Madame Bovary", "La Metamorfosis" de Kafka, "Don Quijote" y otros—, basados todos en las conferencias dictadas en Cornell y Harvard. Recuerdo haber destrozado "Don Quijote" ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall, y eso provocó horror y  desconcierto a algunos de mis colegas más conservadores.

H.G.: ¿Qué me dice de otras influencias, de Pushkin, por ejemplo?

V.N. En algún sentido —no más, digamos, que Tolstoi o Turguénev fueron influenciados por el orgullo y la pureza del arte de Pushkin.

H.G.: ¿Gogol?

V.N.: Tuve el cuidado de no aprender nada de él. Como maestro es dudoso y peligroso. En sus peores trabajos, como en sus cosas de Ucrania, es un escritor sin valor; en sus mejores, es incomparable e inimitable.

H.G.: ¿Algún otro?

V.N.: H.G.Wells, es un gran artista y fue mi autor favorito de chico. The Passionate Friends, "Ann Veronica", "La máquina del tiempo", "El país de los ciegos"; todas esas son mucho mejores que cualquier cosa de Bennett o de Conrad, de hecho, que cualquier cosa escrita por los contemporáneos del propio Wells. Tranquilamente se pueden ignorar sus meditaciones sociológicas, pero sus novelas y fantasías son excepcionales. Durante una cena en nuestra casa de San Petersburgo, Zinaida Vengerov, su traductora, le dijo a Wells: “De sus obras, mi favorita es "El mundo perdido". “Se refiere a la guerra que perdieron los marcianos”, comentó con rapidez mi padre. Fue una situación más bien incómoda.

H.G.: ¿Aprendió algo de sus estudiantes de Cornell? ¿Fue una experiencia solamente de valor económico o le aportó algo valioso?

V.N.: Mi método de enseñanza descarta el verdadero contacto con los estudiantes. En el mejor de los casos, hacían regurgitar algo mi cerebro durante los exámenes. Cada una de las conferencias que dicté había sido escrita a mano y  mecanografiada con mucho cariño; las leía tranquilamente en clase, en ocasiones deteniéndome para corregir una oración o repetir un párrafo —un detalle nemotécnico que, sin embargo, rara vez provocaba algún cambio en el ritmo de las manos que lo transcribían. Agradecía la presencia de unos pocos con habilidades en taquigrafía, y tenía la esperanza que pudieran pasar la información que habían podido recoger a sus compañeros menos afortunados. Traté de reemplazar mi asistencia a las conferencias por grabaciones que fueran reproducidas a través de la radio del campus. Por otro lado, disfrutaba mucho las risitas que surgían aquí o allá en algunos momentos de la conferencia. La mejor recompensa viene de antiguos alumnos quienes, diez o quince años más tarde, me escriben para decirme que entienden ahora qué quería de ellos cuando les enseñaba a visualizar el mal traducido peinado de Madame Bovary, o el orden de las habitaciones, o los dos homosexuales en "Ana Karenina". No sé si aprendí algo al enseñar, pero sé que amasé una cantidad invaluable de información apasionante al analizar una docena de novelas para mis alumnos. Como debe usted saber,  mi salario entonces no era lo que podemos llamar espléndido.

H.G.: ¿Le gustaría decir algo sobre la colaboración que le ha prestado su esposa?

V.N.: Fue consejera y juez en la escritura de mi primera narrativa, al principio de los años veinte. Le he leído por lo menos dos veces todos mis relatos y novelas; y ella los ha vuelto a leer todos al mecanografiarlos, corregir las pruebas y asesorando las traducciones a varios idiomas. Un día, en 1950, en Ítaca, Nueva York, fue la responsable de haberme detenido, y pedido que me lo pensara de nuevo cuando yo, bloqueado por dificultades técnicas y dudas, llevaba los primeros capítulos de Lolita al incinerador del jardín.

H.G.: ¿Cuál es su relación con las traducciones de sus libros?

V.N.: En lo referente a idiomas que sabemos o podemos leer mi mujer y yo -inglés, ruso, francés y, hasta cierto punto, alemán e italiano- aplicamos un sistema de verificación estricta de cada frase. En cuanto a las traducciones al turco o el japonés, prefiero no imaginar los desastres que probablemente salpican cada página.

H.G.: ¿Cuál es su próximo proyecto literario?

V.N.: Estoy escribiendo una nueva novela, pero no puedo hablar de ella. Otro proyecto que estoy acariciando desde hace algún tiempo, es la publicación del guión completo de "Lolita" que hice para Kubrick. Aunque haya suficientes préstamos de mi guión en su versión como para justificar mi posición legal como autor, la película es sólo un reflejo confuso y mezquino del maravilloso cuadro que imaginé y escribí escena tras escena, durante los seis meses que trabajé en una casa de Los Ángeles. No pretendo sugerir que la película de Kubrick sea mediocre; por derecho propio es de primera categoría, pero no es lo que escribí. El cine suele dar su matiz poshlost a la novela que la distorsiona y la hace basta como en un espejo sinuoso. Creo que Kubrick evitó ese error en su versión, pero nunca entenderé por qué no siguió mis orientaciones y mis sueños. De verdad es una lástima. Pero por lo menos, la gente podrá leer mi guión de "Lolita" en su forma original.

H.G.: Si pudiera escoger uno y solamente uno de sus libros con el que fuera recordado, ¿cuál sería?

V.N.: El que estoy escribiendo, o quizás el que sueño escribir. En realidad, me recordarán por Lolita y mi trabajo sobre "Eugenio Oneguin".

H.G.: ¿Como escritor, piensa que tiene algún defecto, manifiesto u oculto?

V.N.: La ausencia de un vocabulario natural. Algo extraño para ser confesado, pero cierto. De los dos instrumentos que poseo, el primero —mi lengua materna— ya no la puedo utilizar, no solamente porque no tengo una audiencia rusa, sino también porque la excitación de la aventura verbal en el medio ruso se desvaneció paulatinamente después de que me pasé al inglés en 1940. La lengua inglesa, este segundo instrumento que tuve siempre, es, sin embargo, algo rígido, artificial, que puede servir muy bien para describir un insecto o una puesta de sol, pero que no puede ocultar la pobreza de su sintaxis y la parquedad del lenguaje doméstico cuando necesito escoger la mejor opción entre dos palabras similares. No siempre se prefiere un viejo Roll Royce a un simple Jeep.

H.G.: ¿Qué piensa usted de los rankings competitivos de autores contemporáneos?

V.N. Sí, he notado que nuestros críticos profesionales son verdaderos corredores de apuestas. Quién está dentro, quién está fuera, dónde quedaron las nieves de antaño. Todo esto es muy entretenido. Siento un poco que me dejen afuera. Nadie es capaz de decidir si soy un escritor americano de mediana edad, un viejo escritor ruso o una rareza internacional sin edad.

H.G.: ¿Qué es lo que más lamenta en su carrera?

V.N.: No haber venido antes a Estados Unidos. Me habría gustado vivir en la Nueva York de los años treinta. Si mis novelas rusas hubieran sido traducidas entonces, hubiesen provocado un impacto y una lección para los entusiastas pro-soviéticos.

H.G.: ¿Encuentra usted inconvenientes importantes a su fama actual?

V.N.: "Lolita" es famosa, yo no. Soy un muy desconocido novelista de nombre impronunciable.


Texto original en inglés Aquí.