Cuestión de fe

Conversación con un amigo sobre religión.

Es un asunto demasiado complejo para hablarlo por teléfono, durante una pausa del trabajo, mientras me como unas galletas. Y es que hay asuntos que merecen una mínima seriedad –nótese que no digo solemnidad, eso a lo que nos tienen acostumbrados ciertas instituciones religiosas. Digo seriedad como quien dice no soltar la primera obviedad que nos viene a la mente, como no atarnos a ideas preestablecidas ni a soluciones facilistas como las que ofrecen bandos y facciones.

El tema surge con la idea de establecer la creencia o no en dios –en primera instancia entidad no secularizada-, sobre la base de una justificación o explicación más o menos convincente, más o menos científica o proveniente de la razón. La extinción de los dinosauros o el descubrimiento de unos maderos de cierta antigüedad en la cima del monte Ararat no demuestran el diluvio ni la existencia real del personaje Noé o su arca, porque son hechos y personajes incontrastables; no hay objeto ni teoría capaz de darles veracidad, es como intentar demostrar con los huesos de un caballo la existencia de Don Quijote; como intentar demostrar los milagros de Jesucristo mostrando una astilla de madera (dizque de la cruz del Gólgota) o un trozo de tela roída (dizque sábanas santas). Del mismo modo, la injusticia y la crueldad manifiestas  en muchísimos pasajes del Viejo Testamento,  los desmanes cometidos por la Santa Inquisición, la guerras santas de rezos y espada, la pederastia de algunos –muchos- curas no se pueden entender como muestra inequívoca de que dios no existe.

Si disfruto de los libros y conferencias de Cristopher Hitchings no es porque tengan la evidente intención de convencimiento ateo, sino porque son razones inteligentes, elaboradas y sagaces. Si la biblia ha sido siempre unos de mis libros de cabecera no es por la intencionalidad aleccionadora de sus recopiladores ni por que demuestran la fuera del poder divino, sino porque son una recopilación extensa de anécdotas, inventiva e historia que han marcado parte de la manera que tenemos en occidente de ver el mundo.

No existe una manera razonada de creer o no creer en dios. No es posible justificar el ateísmo o la religiosidad con acercamientos científicos, históricos o de sentido común. No es justo ser forzado a explicar por qué uno cree en dios –y recalco lo de entidad no secularizada casi con desespero, no institucionalizada, más sentimiento  íntimo y primario-, por qué es ateo –esa otra religiosidad que deifica la ausencia- o a permitir que lo convenzan de lo uno o lo otro.

Es, borrada ya la alusión metafórica, apenas una cuestión de fe.

Crear y almacenar: James Charles Castle


En el siglo que hasta hace poco llamábamos el siglo pasado, allá por 1899, en Garden Valley, un poblado de Idaho, nació James Charles Castle. Básicamente se le cataloga como artista autodidacta y su trabajo se desarrolló desde plataformas diversas: ilustraciones realizadas con papel desechado, imágenes de tiras cómicas, dibujos, montajes, encuadernación...

Durante décadas trabajó -aunque quizás él no mantenía el mismo concepto de trabajo relacionado con la creación que compartimos la mayoría- en el cobertizo de los pollos, sin comodidad alguna, y en absoluta libertad. Allí terminó cientos de piezas que su familia llamaba Dreamhouses -complicadas construcciones con materiales como cuerdas viejas, envases de leche, papeles de colores, pedazos de cartón-; aquí y allá las iba almacenando con extremo cuidado y atención. Una visión especial donde personas, animales, libros, mesas, puertas o ropas tenían la misma relevancia y guardaban un balance preciso.

Durante unos seis meses asistió a la Escuela para Sordos y Ciegos de Idaho, donde fue rechazado por considerar que el intento de instruirlo era una pérdida de tiempo. El resto de su vida la pasó dentro de los límites de su casa familiar y la oficina de correos que administraban sus padres. Aún cuando algunos allegados alentaban su tendencia a la creación artística, Castle insistía en aislarse y rehuir el exterior de manera casi violenta.

Se le declaró retrasado por unos, loco por otros, pero lo cierto es que desde niño su fascinación por las formas lo llevó al arte como una manera de expresión que escasamente encontraba receptores. Sin dudas, James no era mentalmente deficiente o no educable. Ni siquiera era mudo como se creía porque podía, por ejemplo, vocalizar. Los términos que se usaron para catalogar al singular artista durante muchos años no eran del todo correctos. Quizás de haber vivido en estos días a James Castle se le habría diagnosticado un Trastorno de Espectro Autista, como sugieren algunos especialistas. "Estoy convencido", dice Trusky, descubridor y estudioso de su figura, "y así lo respalda la comunidad médica que ha analizado la vida y obra de James, que el suyo fue el típico y recurrente caso de autista con un talento especial y extraordinario.”

Con paciencia y laboriosidad fue experimentando con los puntos de vista y la ilusión de la perspectiva en sus dibujos. En un pedazo de cartón arrancado de una caja de cerillas, por ejemplo, podía dibujar el camino que atravesaba Garden Valley; al otro lado del mismo cartón recreaba el lado opuesto del primer paisaje. La oposición topográfica, la oposición dentro del mismo objeto, del mismo objeto.

Como le suele ocurrir a muchos outsider o artistas autodidactas que viven más allá de los límites o la aceptación, las difíciles circunstancias de su vida pueden incluso minimizarse sin que ello empequeñezca la importancia o popularidad de su trabajo.

La obra de James Castle cuenta con legiones de admiradores, estudiosos y seguidores; importantes museos de todo Estados Unidos -el American Folk Art Museum, el Museo de Arte Moderno, el Museo Whitney de Arte Americano, el Instituto de Arte de Chicago, entre muchos otros- incluyen extensas colecciones de sus obras. Otros museos de todo el mundo, sus curadores y públicos, hacen fila y esperan pacientemente para exhibir sus obras.

Hasta el 5 de septiembre, el museo Reina Sofía de Madrid exhibe la exposición "Mostrar y almacenar" con trabajos de Castle que van desde libros, manuales y calendarios que combinan tipografías singulares a los caracteres latinos o elementos de otros alfabetos; hasta retratos, representaciones de todo tipo de objetos manipulados y alegorizados junto a motivos más evidentes como estructuras arquitectónicas, puertas, ventanas, fragmentos de una pared empapelada y un vasto repertorio de construcciones en cartón.

James Charles Castle murió en 1977.

Escribir es un desafío...

El escritor Hector García Quintana ha iniciado en su web el camino hacia la publicación y distribución propias de sus libros. En este inicio, ofrece a los lectores el libro “Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa”.
Para prestar una colaboración mínima en su promoción, comparto aquí el texto que sirve de presentación al libro.

Escribir es un desafío que riñe, confunde, devasta. Muchos escritores que podrían jactarse de eso que han dado en llamar prestigio literario, han revelado la confusión y el aturdimiento que sienten cada vez que se enfrentan al espacio en blanco –llámese folio, pantalla de ordenador, la servilleta de un bar– que ha de ser ocupado por letras, frases, ideas más o menos ordenadas, más o menos originales. La primera vez se repite siempre, insiste el caos y el aturdimiento provocado por la responsabilidad individual de llevar adelante el proyecto de cualquier texto literario con cierta decencia.

Para intentar poner cierto orden, para responder las dudas que más de una vez los han asaltado, para orientarse mínimamente y tratar de saber el cómo, algunas personas se han dedicado a estudiar con aplicación las artimañas que han venido utilizando los escritores durante siglos. Unos pocos han logrado comprenderlas y explicarlas, las han nombrado con evidente espíritu pedagógico y las han mostrado a través de cartas, manuales, decálogos, prólogos, ensayos, conferencias y talleres. Así, se ha llegado a que cada día en algún rincón del mundo, se discuta de la utilidad –o inutilidad– de conocer estos trucos, técnicas, métodos o como quiera que se les llame. Los escritores necesitan algún asidero al que aferrarse aunque sigan sintiéndose tan inseguros como antes; unos defienden a ultranza el alcance de estas técnicas, otros las niegan anteponiendo el talento, la inspiración o eso que llaman, con cierto retoque bucólico, musa. Entre la defensa y la negación se abre un gran abanico de posiciones que no son tan desdeñables como los extremos mencionados y a las que suele apuntarse el sentido común.

Decía Mauppassant que los hombres ingeniosos no sufrían estas angustias y estos tormentos, porque llevaban consigo una irresistible fuerza creadora. Pero ocurre que en estos tiempos andamos escasos de genialidades y abunda más el resto, ese resto en el que se incluía el mismo Mauppasant –y en el que, si no fuera por esta inclusión que me desborda infinitamente, me hubiese gustado estar–, esos trabajadores conscientes y tenaces que sólo pueden luchar contra el invencible desaliento mediante la continuidad del esfuerzo. Quienes pretendan escribir decorosamente están obligados a hacer del esfuerzo su mejor arma, esfuerzo que incluye leer hasta el hastío, dedicarse tanto como les sea posible, sentir una necesidad casi vital de torturarse ante un espacio en blanco que podría seguir en blanco después de muchas horas, desentrañar las armas que usaron los maestros, adueñarse de esas mismas armas y saber para qué pueden servir o cuándo tenemos que evitarlas y seguir el instinto, el olfato, el detector de mierda.

Este libro, como casi todos, es un extracto de conocimientos acumulados durante siglos, a través de muchas personas. Con él, podemos acceder a un cúmulo de información muy necesaria para escritores principiantes, es decir para todos los escritores porque siempre la escritura presupone el gran inicio, el regreso a la primera vez. Con paciencia y buen tino, el autor ha sabido agrupar en estas páginas una variada muestra de artes muy útiles, acaso imprescindibles, y no sólo nos las muestra sino que logra desentrañarlas, explicarlas, aconsejar con la habilidad que sólo dan el sentido común, el buen juicio y la inteligencia literaria.

No esperen encontrar aquí leyes mágicas con las que cualquiera podría armarse cuentos o novelas. No hay leyes para la literatura y el autor lo sabe. El autor no pretende hacer escritores, tampoco inventarse métodos mágicos que funcionen siempre ni para todos. Este libro es para escritores, tiene el objetivo de ayudar, de aliviar el esfuerzo necesario, de acortar caminos a aquellos que ya no logran evitar la necesidad de hacer literatura. Y lo logra. Quienes se aventuren a entrar en estas páginas van a encontrar respuestas para muchas preguntas concernientes a la escritura de ficción, pero también para la cabal comprensión de más de un texto. Útil es para los lectores inteligentes que buscan más, que indagan en las entrelíneas y les gustaría desentrañar, equipararse al escritor, esos lectores tan necesarios para la literatura. Este libro, en fin, es para todos aquellos que descubren en la literatura más que entretenimiento, para quienes se apasionan, para quienes una palabra es siempre mucho más que una palabra.

Escribir es un desafío confuso y devastador; por suerte nos encontramos por ahí libros como éste que sirven para poner un poco de orden en el laberinto.


Aquí el enlace a la página de Héctor García Quintana desde donde, además de acceder a artículos, reseñas y opiniones del autor, se puede realizar la compra directa del libro "Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa”.